ESCRITOS II
Como he dicho en ESCRITOS I, a veces escribo relatos. Lo hago cuando tengo una idea. No debo de tener muchas porque mis escritos seguramente no pasarán de la quincena.
Éste se me ocurrió leyendo una de tantas noticias sobre traficantes.
EL TRAFICANTE
-
¿A cuánto va?
-
Bueno… eso depende.
El hombre, ya entrado en años, me
hablaba entornando los ojos, con la voz queda y sin parar de mover sus manos en
los bolsillos.
-
¿Depende de qué?
-
Pues de lo que usted quiera, señor.
-
¿Es que lo hay de diferentes clases? –pregunté
extrañado.
-
¡Por supuesto!
-
Bien… entonces dígame. Disculpe pero no sabía
que hubieran calidades.
-
En absoluto, señor, no se trata de calidades.
Toda mi mercancía es de primerísima calidad. Lo que ocurre es que los modelos,
por así llamarlos, son muy distintos; e incluso algunos opuestos, diría yo.
-
Pues usted dirá, porque la verdad es que esto no
me lo esperaba.
- Les pasa a todos. Mueven cielo y tierra
para encontrarme y cuando me tienen delante resulta que no saben qué demonios
quieren comprar.
Suspiró, echó una ojeada a su
alrededor y tras cerciorarse de que el rincón del parque en el que me había
citado seguía sin un alma, continuó con un deje de resignado cansancio:
- Verá… lo tengo de efecto rápido, visto y no
visto. Lo tengo lento, cachazudo, que dirían en
mi pueblo. ¿Me sigue?
No respondí. Le miraba de hito en
hito sin acabar de saber si era un charlatán que me tomaba el pelo o realmente
tenía lo que yo necesitaba. La tarde era desapacible. El viento agitaba
nuestras gabardinas, arremolinaba las hojas en derredor y le levantaba los cuatro
mechones de pelo que le quedaban en el cráneo. Tuve que encasquetarme bien el
sombrero para que no me volara.
En vista de mi silencio,
prosiguió:
-
También lo tengo fuerte, ese que parece que no
te lo acabas de quitar de encima, que te deja una resaca que tardas en olvidar.
Me entiende, ¿verdad? Al principio parece malo pero no se engañe, tiene la
ventaja de que te cura la necesidad, el mono, vaya.
Gesticulaba con la mano que se
había sacado del bolsillo e inclinaba el cuerpo hacia mí mirándome por encima
de sus gafas:
- Luego, por contra, está el ligero. Es alegre
y no quisieras que se terminara nunca. Pero –hizo una pausa, acercó más su
cabeza y desvió los ojos como quien va a revelar el secreto de su vida- pero…
es el peor, ¿sabe usted?, porque cuando se acaba te sientes más desesperado que
antes de tenerlo.
Yo seguía callado y le escuchaba ya atentamente:
aquello empezaba a tener sentido.
Hacía frío; hubiese preferido la cita en
un bar de cualquier zona industrial que están prácticamente vacíos los sábados
por la tarde, pero cuando se lo propuse se escandalizó y casi me cuelga el
teléfono. “¿Está usted loco?”, me espetó, “¿Es que no sabe que mi mercancía es
ilegal y si me cogen estoy listo?”, añadió a gritos. Yo me disculpé y dejé que
él eligiera el lugar para la venta.
Como quiera que seguía mirándome
en espera de mi reacción:
- ¿Y
hay más?, pregunté al cabo, tímidamente.
Se enderezó exhalando el aire por
su prominente nariz con ademán de decir: “Parece que ya se va enterando, éste”.
-
Pues sí, hombre, sí… hay más, ¡claro que hay
más!
Se oyó un crujir de hojas;
miramos en esa dirección y vimos entre los arbustos que una pareja de policías
municipales recorría pausadamente la vereda que se cruzaba con la nuestra a poca
distancia de donde nos encontrábamos. Unos pasos más y al llegar a la esquina
nos verían.
El traficante, de un brinco, se
sentó en el banco que teníamos cerca y me hizo un apremiante ademán golpeando
el banco con la palma.
La escena era de lo más absurda:
en una tarde de perros, dos hombres sentados uno junto al otro en un parque,
con las manos en los bolsillos y sin decirse ni media palabra. Mi compañero
tenía la cabeza gacha, como sumido en profunda meditación, y yo la había
levantado mirando al frente para, de reojo, no perderme lo que iba a ocurrir en
el cruce de las veredas, apenas a diez metros. Llegaron los municipales y repararon en
nosotros; se miraron extrañados mientras aminoraban la marcha. Vi que dudaban y
acabaron por detenerse. Los miré abiertamente e hice un gesto de saludo con la
cabeza; uno de ellos se llevó la mano a la visera de su gorra contestando. Pero
no se movían. Mi compañero, que a pesar de su testuz baja debía de verlos,
farfulló algo entre dientes. Pensé con alivio que a pesar de haberme puesto
otra chaqueta, me había acordado de cambiar todo lo que llevaba en los
bolsillos, entre otras cosas mi cartera con la documentación. Pero me
inquietaba que el traficante estuviera fichado y, en ese caso, yo también
estaría en apuros.
Dieron una docena de pasos y se nos
plantaron delante:
-
Buenas tardes –dijo el que me había saludado.
-
¿Tomando el sol? –preguntó socarrón el otro.
-
Tomando el viento –contesté con expresión más
hosca de lo que hubiera deseado.
-
Diga usted lo que diga, afirmo que la jura no
fue en Santa Gadea de Burgos.
La intervención de mi compañero,
sin mover un músculo, con las manos en los bolsillos, las piernas estiradas y
la cabeza gacha, nos dejó atónitos a los tres. Volvieron a mirarse:
-
¿Cómo dice usted? –preguntó el antes socarrón
inclinándose y alargando el cuello.
-
Y si me apura, ni en Burgos. ¡Ya ve lo que le
digo!
Ambos me miraron perplejos y yo
salí rápidamente al quite:
-
Mi amigo es historiador y nos traemos una
discusión sobre dónde tomó la jura El Cid al rey Alfonso –sonreí e hice un
gesto como disculpándolo-.
-
Ya… -dijo el guardia mientras recomponía su
figura y miraba al otro sin saber a qué carta quedarse- …pues nada, que lo solucionen –dudó aún.
Y siguieron su camino, no sin
volverse a mirarnos mientras yo, con vehemencia, afirmaba que el Poema del Mío
Cid lo dejaba muy claro.
- Vamos a ver si terminamos ya –dije
malhumorado cuando se habían distanciado lo suficiente-
dígame lo que tiene y acabemos.
El hombre suspiró profundamente sin
moverse; de súbito se incorporó y me clavó unos ojos flameantes que me
sorprendieron:
-
Mire usted –mordía las palabras- yo le estoy
haciendo un favor, ¿comprende?, ¡un favor!
Lo miré con asombro. Resopló,
volvió a recostarse y mirando hacia donde se perdían los guardias, dijo con
impaciencia:
-
Resumiendo: lo tengo especializado y lo tengo
digamos que genérico, ¿vale?
-
¿Genérico? Explíqueme eso, por favor.
-
Genérico es el que sirve para cada momento, sea
el que sea, desde para hacer el amor hasta para ir a un entierro. No se lo
puedo decir más claro.
A aquellas alturas yo ya estaba
hecho un lío. En mi ignorancia había creído que la gran dificultad estribaba en
encontrar el género, no en tener que elegir entre varias ofertas. Me había
costado mucho dar con el vendedor, moviéndome en un mundo rodeado de secretismo
que me era ajeno por completo y sufriendo los recelos de cuantos contactos tuve
que hacer hasta dar con el hombre que tenía a mi lado.
- ¡Que
no tengo todo el día, hombre! -me
sobresaltó- ¡Dígame qué quiere, pero ya! Tengo más clientes que material, así
que usted mismo.
- Sólo
un momento, déjeme pensar.
Y pensé, pensé en mi apremiante
necesidad; pensé en que uno de los modelos, el ligero, era de lo más tentador y
que si cuando se agotara podía adquirir más, la cosa estaba clara.
- ¿Y
cuándo podré volver a verle para la próxima compra? -pregunté sobresaltado y
como
temiendo que su respuesta no me iba a gustar.
El traficante me miró largamente
con expresión misericorde, lo que me alarmó muchísimo. Luego bajó los ojos y me
dijo despacio:
-
Pues verá… sin duda ha de pasar mucho –y en un
hilo casi inaudible-: seguramente, nunca.
Di un respingo, levanté la voz
–lo que le hizo mirar otra vez hacia la vereda-, me vi gesticulando,
protestando, rogando… Después se hizo un silencio embarazoso. Él seguía en su
postura sin inmutarse. Entonces me di cuenta de que estaba habituado a estas
escenas y simplemente esperaba a que pasara el chaparrón que sabía inevitable.
Me puso una mano sobre la manga y con voz suave:
-
Las existencias son escasas y no puede
imaginarse la cantidad de desesperados que hay. Darían una mano por un poco de
género, créame –y viéndome sin saber qué hacer-: ¿Sabe?, le aconsejo el fuerte,
de verdad.
-
¿Y para qué iba yo a querer comprar uno que estaría
deseando que se acabara? –salté- ¿no le parece una estupidez? Antes no compro
nada.
-
No, no es una estupidez en absoluto –hablaba
quedo y persuasivo- mire, si no me compra nada se sentirá muy frustrado después
de las esperanzas que ha puesto en esto. Si me compra el ligero, que es el que
le tienta, no nos engañemos, lo va a pasar fatal cuando se le acabe, ¿no lo
entiende?; mientras que si se lleva el fuerte sus esfuerzos para encontrarme le
habrán servido para no volver a tener ganas de verme. Es una compra
inteligente, se lo aseguro.
Había puesto mucha confianza en
aquella compra; estaba seguro de que iba a solucionar mi ansiedad, de que iba a
relajar mis nervios, de que me haría ver la vida con más optimismo. Y ahora
veía, desolado, que aquel maldito tenía razón.
-
¿Entonces? –me apremió-.
Lo miré con desamparo y por
primera vez me sonrió, aunque con gesto conmiserativo.
-
…Tal vez el genérico, musité.
-
No es mala elección, después de todo –me dijo
condescendiente- ¿cuánto le pongo? –añadió mostrándome un manoseado papel con
los tipos y precios.
Y tras un rápido cálculo:
-
Quinientos gramos, no llego a más.
Nos estrechamos las manos y me
quedé mirando cómo se alejaba, la gabardina revoloteando entre sus piernas y
los ralos mechones blancos bailándole sobre la nuca. La tarde se iba.
Acababa de comprarme medio kilo de
tiempo.
A. BANEGAS
A. BANEGAS
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