sábado, 3 de marzo de 2012

ESCRITOS II


Como he dicho en ESCRITOS I, a veces escribo relatos. Lo hago cuando tengo una idea. No debo de tener muchas porque mis escritos seguramente no pasarán de la quincena.
Éste se me ocurrió leyendo una de tantas noticias sobre traficantes.

 EL TRAFICANTE



-        ¿A cuánto va?
-        Bueno… eso depende.
El hombre, ya entrado en años, me hablaba entornando los ojos, con la voz queda y sin parar de mover sus manos en los bolsillos.
-        ¿Depende de qué?
-        Pues de lo que usted quiera, señor.
-        ¿Es que lo hay de diferentes clases? –pregunté extrañado.
-        ¡Por supuesto!
-        Bien… entonces dígame. Disculpe pero no sabía que hubieran calidades.
-        En absoluto, señor, no se trata de calidades. Toda mi mercancía es de primerísima calidad. Lo que ocurre es que los modelos, por así llamarlos, son muy distintos; e incluso algunos opuestos, diría yo.
-        Pues usted dirá, porque la verdad es que esto no me lo esperaba.
-    Les pasa a todos. Mueven cielo y tierra para encontrarme y cuando me tienen delante resulta que no saben qué demonios quieren comprar.
Suspiró, echó una ojeada a su alrededor y tras cerciorarse de que el rincón del parque en el que me había citado seguía sin un alma, continuó con un deje de resignado cansancio:
-    Verá… lo tengo de efecto rápido, visto y no visto. Lo tengo lento, cachazudo, que dirían en     
     mi pueblo. ¿Me sigue?
No respondí. Le miraba de hito en hito sin acabar de saber si era un charlatán que me tomaba el pelo o realmente tenía lo que yo necesitaba. La tarde era desapacible. El viento agitaba nuestras gabardinas, arremolinaba las hojas en derredor y le levantaba los cuatro mechones de pelo que le quedaban en el cráneo. Tuve que encasquetarme bien el sombrero para que no me volara.
En vista de mi silencio, prosiguió:
-        También lo tengo fuerte, ese que parece que no te lo acabas de quitar de encima, que te deja una resaca que tardas en olvidar. Me entiende, ¿verdad? Al principio parece malo pero no se engañe, tiene la ventaja de que te cura la necesidad, el mono, vaya.
Gesticulaba con la mano que se había sacado del bolsillo e inclinaba el cuerpo hacia mí mirándome por encima de sus gafas:
-    Luego, por contra, está el ligero. Es alegre y no quisieras que se terminara nunca. Pero –hizo una pausa, acercó más su cabeza y desvió los ojos como quien va a revelar el secreto de su vida- pero… es el peor, ¿sabe usted?, porque cuando se acaba te sientes más desesperado que antes de tenerlo.
     Yo seguía callado y le escuchaba ya atentamente: aquello empezaba a tener sentido.
     Hacía frío; hubiese preferido la cita en un bar de cualquier zona industrial que están prácticamente vacíos los sábados por la tarde, pero cuando se lo propuse se escandalizó y casi me cuelga el teléfono. “¿Está usted loco?”, me espetó, “¿Es que no sabe que mi mercancía es ilegal y si me cogen estoy listo?”, añadió a gritos. Yo me disculpé y dejé que él eligiera el lugar para la venta.
Como quiera que seguía mirándome en espera de mi reacción:
-    ¿Y hay más?, pregunté al cabo, tímidamente.
Se enderezó exhalando el aire por su prominente nariz con ademán de decir: “Parece que ya se va enterando, éste”.
-        Pues sí, hombre, sí… hay más, ¡claro que hay más!
Se oyó un crujir de hojas; miramos en esa dirección y vimos entre los arbustos que una pareja de policías municipales recorría pausadamente la vereda que se cruzaba con la nuestra a poca distancia de donde nos encontrábamos. Unos pasos más y al llegar a la esquina nos verían.
El traficante, de un brinco, se sentó en el banco que teníamos cerca y me hizo un apremiante ademán golpeando el banco con la palma.
La escena era de lo más absurda: en una tarde de perros, dos hombres sentados uno junto al otro en un parque, con las manos en los bolsillos y sin decirse ni media palabra. Mi compañero tenía la cabeza gacha, como sumido en profunda meditación, y yo la había levantado mirando al frente para, de reojo, no perderme lo que iba a ocurrir en el cruce de las veredas, apenas a diez metros.  Llegaron los municipales y repararon en nosotros; se miraron extrañados mientras aminoraban la marcha. Vi que dudaban y acabaron por detenerse. Los miré abiertamente e hice un gesto de saludo con la cabeza; uno de ellos se llevó la mano a la visera de su gorra contestando. Pero no se movían. Mi compañero, que a pesar de su testuz baja debía de verlos, farfulló algo entre dientes. Pensé con alivio que a pesar de haberme puesto otra chaqueta, me había acordado de cambiar todo lo que llevaba en los bolsillos, entre otras cosas mi cartera con la documentación. Pero me inquietaba que el traficante estuviera fichado y, en ese caso, yo también estaría en apuros.
Dieron una docena de pasos y se nos plantaron delante:
-        Buenas tardes –dijo el que me había saludado.
-        ¿Tomando el sol? –preguntó socarrón el otro.
-        Tomando el viento –contesté con expresión más hosca de lo que hubiera deseado.
-        Diga usted lo que diga, afirmo que la jura no fue en Santa Gadea de Burgos.
La intervención de mi compañero, sin mover un músculo, con las manos en los bolsillos, las piernas estiradas y la cabeza gacha, nos dejó atónitos a los tres. Volvieron a mirarse:
-        ¿Cómo dice usted? –preguntó el antes socarrón inclinándose y alargando el cuello.
-        Y si me apura, ni en Burgos. ¡Ya ve lo que le digo!
Ambos me miraron perplejos y yo salí rápidamente al quite:
-        Mi amigo es historiador y nos traemos una discusión sobre dónde tomó la jura El Cid al rey Alfonso –sonreí e hice un gesto como disculpándolo-.
-        Ya… -dijo el guardia mientras recomponía su figura y miraba al otro sin saber a qué carta quedarse-  …pues nada, que lo solucionen –dudó aún.
Y siguieron su camino, no sin volverse a mirarnos mientras yo, con vehemencia, afirmaba que el Poema del Mío Cid lo dejaba muy claro.
- Vamos a ver si terminamos ya –dije malhumorado cuando se habían distanciado lo suficiente- dígame lo que tiene y acabemos.
El hombre suspiró profundamente sin moverse; de súbito se incorporó y me clavó unos ojos flameantes que me sorprendieron:
-        Mire usted –mordía las palabras- yo le estoy haciendo un favor, ¿comprende?, ¡un favor!
Lo miré con asombro. Resopló, volvió a recostarse y mirando hacia donde se perdían los guardias, dijo con impaciencia:
-        Resumiendo: lo tengo especializado y lo tengo digamos que genérico, ¿vale?
-        ¿Genérico? Explíqueme eso, por favor.
-        Genérico es el que sirve para cada momento, sea el que sea, desde para hacer el amor hasta para ir a un entierro. No se lo puedo decir más claro.
A aquellas alturas yo ya estaba hecho un lío. En mi ignorancia había creído que la gran dificultad estribaba en encontrar el género, no en tener que elegir entre varias ofertas. Me había costado mucho dar con el vendedor, moviéndome en un mundo rodeado de secretismo que me era ajeno por completo y sufriendo los recelos de cuantos contactos tuve que hacer hasta dar con el hombre que tenía a mi lado.
-    ¡Que no tengo todo el día, hombre!  -me sobresaltó- ¡Dígame qué quiere, pero ya! Tengo más clientes que material, así que usted mismo.
-    Sólo un momento, déjeme pensar.
Y pensé, pensé en mi apremiante necesidad; pensé en que uno de los modelos, el ligero, era de lo más tentador y que si cuando se agotara podía adquirir más, la cosa estaba clara.
-    ¿Y cuándo podré volver a verle para la próxima compra? -pregunté sobresaltado y como
     temiendo que su respuesta no me iba a gustar.     
El traficante me miró largamente con expresión misericorde, lo que me alarmó muchísimo. Luego bajó los ojos y me dijo despacio:
-        Pues verá… sin duda ha de pasar mucho –y en un hilo casi inaudible-: seguramente, nunca.
Di un respingo, levanté la voz –lo que le hizo mirar otra vez hacia la vereda-, me vi gesticulando, protestando, rogando… Después se hizo un silencio embarazoso. Él seguía en su postura sin inmutarse. Entonces me di cuenta de que estaba habituado a estas escenas y simplemente esperaba a que pasara el chaparrón que sabía inevitable. Me puso una mano sobre la manga y con voz suave:
-        Las existencias son escasas y no puede imaginarse la cantidad de desesperados que hay. Darían una mano por un poco de género, créame –y viéndome sin saber qué hacer-: ¿Sabe?, le aconsejo el fuerte, de verdad.
-        ¿Y para qué iba yo a querer comprar uno que estaría deseando que se acabara? –salté- ¿no le parece una estupidez? Antes no compro nada.
-        No, no es una estupidez en absoluto –hablaba quedo y persuasivo- mire, si no me compra nada se sentirá muy frustrado después de las esperanzas que ha puesto en esto. Si me compra el ligero, que es el que le tienta, no nos engañemos, lo va a pasar fatal cuando se le acabe, ¿no lo entiende?; mientras que si se lleva el fuerte sus esfuerzos para encontrarme le habrán servido para no volver a tener ganas de verme. Es una compra inteligente, se lo aseguro.
Había puesto mucha confianza en aquella compra; estaba seguro de que iba a solucionar mi ansiedad, de que iba a relajar mis nervios, de que me haría ver la vida con más optimismo. Y ahora veía, desolado, que aquel maldito tenía razón.
-        ¿Entonces? –me apremió-.
Lo miré con desamparo y por primera vez me sonrió, aunque con gesto conmiserativo.
-        …Tal vez el genérico, musité.
-        No es mala elección, después de todo –me dijo condescendiente- ¿cuánto le pongo? –añadió mostrándome un manoseado papel con los tipos y precios.
Y tras un rápido cálculo:
-        Quinientos gramos, no llego a más.
Nos estrechamos las manos y me quedé mirando cómo se alejaba, la gabardina revoloteando entre sus piernas y los ralos mechones blancos bailándole sobre la nuca. La tarde se iba.
Acababa de comprarme medio kilo de tiempo.

A. BANEGAS
    


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