ESCRITOS III
SONIDOS
El cliente me explicaba la necesidad de que la cocina
tuviese otro acceso al comedor.
La mañana soleada se traslucía a través del
ventanal del estudio; sobre la mesa el plano extendido, folios con bocetos
improvisados dando forma a las ideas que iban surgiendo, un cenicero ya
mediado, lápiz y escalímetro. El restaurante, cuyo proyecto le presentaba,
absorbía por entero mi atención. Buscaba la forma de poner otra salida a la
cocina, cuando oigo algo que no alcanzo a entender.
-
¿Cómo? - le pregunto alzando la vista del plano.
-
¿Qué? - me responde extrañado.
- No... creí que me decía
algo – musito un poco perplejo.
- Yo creo que podríamos
desplazar las neveras más hacia aquí,¿ve?; y si cambiamos...
Mi cliente
continuaba hablando ensimismado, pero yo ahora sí estaba entendiendo lo que
oía: era una conversación entre un hombre de voz
gruesa y una mujer.
- Parece que el aislamiento
de estos despachos no es lo que debiera
- le comento con una sonrisa-.
- ¿Porqué? - contesta distraído al tiempo de trazar unas
líneas sobre el plano.
- Por la trifulca que tienen
aquí al lado.
- ¿Qué trifulca? - dice levantando la cabeza y enarcando un
poco las cejas.
El hombre de voz gruesa gritaba ya fuera de
sí; ella lo hacía entre sollozos. Hablaban en inglés y oía claramente
los pasos acelerados de los tacones de ella sobre el empedrado. Pero lo oía
todo a intervalos regulares: gritos-silencio-gritos-silencio...Él vocifera que
la va a matar y ella le está suplicando angustiada cuando un grito agudo que se
escapa de su garganta queda interrumpido por lo que claramente es un borbotón
de sangre.
- ¡Que la ha matado! - grito dando un salto de la silla.
- ¡¿Qué la ha matado quién, el qué?!
- exclama mi cliente levantándose sobresaltado y mirándome con enorme extrañeza.
- ¿Pero es que no lo
oye? - le pregunto incrédulo.
- ¿Si no oigo qué? ¡¡Yo no
oigo nada!!
- No... ahora ya no se oye.
Ya la ha matado.
Y
tras unos segundos de embarazoso silencio durante los que nos miramos con mutua
incredulidad:
- ¿Se encuentra Ud.
bien? - me pregunta suavemente y con la
expresión atónita de quien no entiende nada.
Eso
ocurría esta mañana. Mi cliente –creo que ya no lo será- se ha despedido con la
excusa de una reunión con su abogado.
Me he
quedado aturdido en el estudio e intentaba entender cómo aquél Jack el
Destripador se me había colado y por dónde, cuando un galopar de caballos me ha
hecho girar la cabeza en todas direcciones. Los cascos golpeaban fuertemente el
suelo y he salido al balcón para ver qué era eso. Pero por la calle sólo pasaban
coches y, sin embargo, el ruido del galope lo llenaba todo. A intervalos, eso
sí.
De
pronto, una algarabía ensordecedora, exclamaciones de rabia, gritos de dolor,
sonidos metálicos, relinchos... una barahúnda tremenda. Y yo sentado en mi
silla de dibujo, con los ojos como platos, oyendo voces que entendía y otras
que parecían árabe.
Me
venían y se iban. Para ser más exactos, los sonidos llegaban como de lejos e
iban aumentando de volumen, para volver a disminuir hasta desaparecer por
completo; y vuelta a empezar.
Es
entonces cuando caigo en la cuenta de que el ritmo coincide con el de mi
respiración. Mi respiración. ¡Estoy respirando los sonidos! Cada vez que lleno
de aire mis pulmones, moros y cristianos se debaten, quizá por la toma de
Granada, dentro de mí. Por algún inaudito mecanismo, las ondas sonoras que
permanecen en el aire desde que se producen, se me hacen inteligibles al
respirarlas, las oigo.
Mi
asombro no tiene límites.
Pero
no tengo tiempo para elucubraciones: un sonido bronco, profundo y poderoso me
hace dar un respingo y meterme debajo de la mesa con la piel erizada. Oigo algo
así como el arrastrar de un río retumbante, pero no es agua. Ahora son gritos
despavoridos los que me inundan, siempre con el amenazador ruido de fondo. Es
un volcán: tal vez Pompeya está siendo destruida en mis alveolos.
Salgo
del estudio y me lanzo escaleras abajo para huir de esa pesadilla. Ya en la
calle, el cataclismo continúa un par o tres de
manzanas que yo recorro a zancadas. Al cabo, el silencio.
A los pocos minutos me siento lleno de una música deliciosa: varios instrumentos de cuerda, que no
conozco, son tañidos con tal virtuosismo y sensibilidad que me embargan el
sentimiento. Tal
parece que las esposas de Salomón estuvieran agasajando a
su señor.
Pero
inopinadamente, el oleaje de un mar embravecido me arranca de
mi ensoñación.
Me niego a renunciar al único sonido agradable que me ha llegado
desde que padezco semejante tortura y me muevo hacia un lado buscando las ondas
perdidas. Nada. Retrocedo unos pasos, pero allí respiro el restallar de látigos
sobre espaldas que supongo de esclavos por el murmullo quejumbroso de una
multitud y
las voces airadas de quienes los dan. Entonces corro un poco en dirección
opuesta y me paro. Tampoco. Sin querer darme tiempo
a
descifrar los nuevos sonidos, vuelvo al lugar donde estaba antes y
respiro ansioso girando la cabeza a derecha e izquierda...
Entonces
caigo en la cuenta de la gente que se ha parado a mi alrededor y me mira entre
asombrada e inquieta. Me he vuelto al refugio de mi estudio donde, al menos, no
daré el espectáculo.
Apenas
he oprimido el botón y el ascensor se ha puesto en movimiento, cuando unos
tremendos rugidos llenan el habitáculo. Son
gritos espeluznantes: unos agudos y silbantes, otros profundos y
guturales... Son muchos y distintos; cerca y lejos; desconocidos para mí; como
si un inmenso zoo se hubiera instalado en mi pecho. Me recorre un escalofrío y
tapo con las manos mis oídos en un inútil gesto por librarme de esos pavorosos
bramidos.
“¡Los dinosaurios!”, exclamo. Y me quedo petrificado: acabo de
comprender.
Y
ahora te escribo esto equipado con una mascarilla de doble válvula y
dos botellas de oxígeno en la espalda. Todos me miran asombrados y yo sonrío
como disculpándome, aunque soy consciente de que con el artilugio que me tapa
nariz y boca, es en vano. Pero tanto me da lo
que piensen y digan de mí: siguiendo el proceso cronológico de los sonidos me
he dado cuenta de que, sin ningún género de dudas, el próximo es el Big Bang. Y ese sí que no.
A. BANEGAS