viernes, 27 de abril de 2012

ESCRITOS III



SONIDOS

El cliente me explicaba la necesidad de que la cocina tuviese otro acceso al comedor. 
La mañana soleada se traslucía a través del ventanal del estudio; sobre la mesa el plano extendido, folios con bocetos improvisados dando forma a las ideas que iban surgiendo, un cenicero ya mediado, lápiz y escalímetro. El restaurante, cuyo proyecto le presentaba, absorbía por entero mi atención. Buscaba la forma de poner otra salida a la cocina, cuando oigo algo que no alcanzo a entender.
-   ¿Cómo? - le pregunto alzando la vista del plano.
-   ¿Qué? - me responde extrañado.
-   No... creí que me decía algo – musito un poco perplejo.
-   Yo creo que podríamos desplazar las neveras más hacia aquí,¿ve?; y si cambiamos... 
Mi cliente continuaba hablando ensimismado, pero yo ahora sí estaba entendiendo lo que oía: era una conversación entre un hombre de voz gruesa y una mujer.
-   Parece que el aislamiento de estos despachos no es lo que debiera  - le comento con una sonrisa-.
-   ¿Porqué?  - contesta distraído al tiempo de trazar unas líneas sobre el plano.
-    Por la trifulca que tienen aquí al lado.
-   ¿Qué trifulca?  - dice levantando la cabeza y enarcando un poco las cejas.
El hombre de voz gruesa gritaba ya fuera de sí; ella lo hacía entre sollozos. Hablaban en inglés y oía claramente los pasos acelerados de los tacones de ella sobre el empedrado. Pero lo oía todo a intervalos regulares: gritos-silencio-gritos-silencio...Él vocifera que la va a matar y ella le está suplicando angustiada cuando un grito agudo que se escapa de su garganta queda interrumpido por lo que claramente es un borbotón de sangre.
-   ¡Que la ha matado!  - grito dando un salto de la silla.
-   ¡¿Qué la ha matado quién, el qué?!  - exclama mi cliente levantándose sobresaltado y mirándome con enorme extrañeza. 
-   ¿Pero es que no lo oye?  - le pregunto incrédulo.
-   ¿Si no oigo qué? ¡¡Yo no oigo nada!!
-    No... ahora ya no se oye. Ya la ha matado.
Y tras unos segundos de embarazoso silencio durante los que nos miramos con mutua incredulidad:
-   ¿Se encuentra Ud. bien?  - me pregunta suavemente y con la expresión atónita de quien no entiende nada.

Eso ocurría esta mañana. Mi cliente –creo que ya no lo será- se ha despedido con la excusa de una reunión con su abogado.
Me he quedado aturdido en el estudio e intentaba entender cómo aquél Jack el Destripador se me había colado y por dónde, cuando un galopar de caballos me ha hecho girar la cabeza en todas direcciones. Los cascos golpeaban fuertemente el suelo y he salido al balcón para ver qué era eso. Pero por la calle sólo pasaban coches y, sin embargo, el ruido del galope lo llenaba todo. A intervalos, eso sí.
De pronto, una algarabía ensordecedora, exclamaciones de rabia, gritos de dolor, sonidos metálicos, relinchos... una barahúnda tremenda. Y yo sentado en mi silla de dibujo, con los ojos como platos, oyendo voces que entendía y otras que parecían árabe.
Me venían y se iban. Para ser más exactos, los sonidos llegaban como de lejos e iban aumentando de volumen, para volver a disminuir hasta desaparecer por completo; y vuelta a empezar.
Es entonces cuando caigo en la cuenta de que el ritmo coincide con el de mi respiración. Mi respiración. ¡Estoy respirando los sonidos! Cada vez que lleno de aire mis pulmones, moros y cristianos se debaten, quizá por la toma de Granada, dentro de mí. Por algún inaudito mecanismo, las ondas sonoras que permanecen en el aire desde que se producen, se me hacen inteligibles al respirarlas, las oigo.
Mi asombro no tiene límites.
Pero no tengo tiempo para elucubraciones: un sonido bronco, profundo y poderoso me hace dar un respingo y meterme debajo de la mesa con la piel erizada. Oigo algo así como el arrastrar de un río retumbante, pero no es agua. Ahora son gritos despavoridos los que me inundan, siempre con el amenazador ruido de fondo. Es un volcán: tal vez Pompeya está siendo destruida en mis alveolos.
Salgo del estudio y me lanzo escaleras abajo para huir de esa pesadilla. Ya en la calle, el cataclismo continúa un par o tres de manzanas que yo recorro a zancadas. Al cabo, el silencio.
A los pocos minutos me siento lleno de una música deliciosa:  varios instrumentos de cuerda, que no conozco, son tañidos con tal virtuosismo y sensibilidad que me embargan el sentimiento. Tal parece que las esposas de Salomón estuvieran agasajando a su señor.
Pero inopinadamente, el oleaje de un mar embravecido me arranca de mi ensoñación. 
Me niego a renunciar al único sonido agradable que me ha llegado desde que padezco semejante tortura y me muevo hacia un lado buscando las ondas perdidas. Nada. Retrocedo unos pasos, pero allí respiro el restallar de látigos sobre espaldas que supongo de esclavos por el murmullo quejumbroso de una multitud y las voces airadas de quienes los dan. Entonces corro un poco en dirección opuesta y me paro. Tampoco. Sin querer darme tiempo
a descifrar los nuevos sonidos, vuelvo al lugar donde estaba antes y respiro ansioso girando la cabeza a derecha e izquierda...
Entonces caigo en la cuenta de la gente que se ha parado a mi alrededor y me mira entre asombrada e inquieta. Me he vuelto al refugio de mi estudio donde, al menos, no daré el espectáculo.
Apenas he oprimido el botón y el ascensor se ha puesto en movimiento, cuando unos tremendos rugidos llenan el habitáculo. Son gritos espeluznantes: unos agudos y silbantes, otros profundos y guturales... Son muchos y distintos; cerca y lejos; desconocidos para mí; como si un inmenso zoo se hubiera instalado en mi pecho. Me recorre un escalofrío y tapo con las manos mis oídos en un inútil gesto por librarme de esos pavorosos bramidos. 
“¡Los dinosaurios!”, exclamo. Y me quedo petrificado: acabo de comprender.

Y ahora te escribo esto equipado con una mascarilla de doble válvula y dos botellas de oxígeno en la espalda. Todos me miran asombrados y yo sonrío como disculpándome, aunque soy consciente de que con el artilugio que me tapa nariz y boca, es en vano. Pero tanto me da lo que piensen y digan de mí: siguiendo el proceso cronológico de los sonidos me he dado cuenta de que, sin ningún género de dudas, el próximo es el Big Bang. Y ese sí que no.

A. BANEGAS

 

TRANCO XVIII


GALERÍA



LA GEOMETRÍA DE LAS PIEDRAS / óleo sobre lienzo / 73x89 / 2005 / adquirido


PIEDRA DURMIENTE / óleo sobre lienzo / 162x89 / 2005 / adquirido



SIMBIOSIS / óleo sobre lienzo / 89x146 / 2008 / adquirido



VIENTO / óleo sobre lienzo / 162x81 / 2008 / adquirido



LA SEMILLA DEL AGUA / óleo sobre lienzo / 73x146 / 2009 / disponible


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