viernes, 6 de julio de 2012

ESCRITOS IV


LAS HORMIGAS

Esta mañana, sobre las diez, estaba tomándome un café con leche en el bar en el que acostumbro a desayunar. Un sol amable se derramaba sobre la terraza. Cuando me he levantado para pagar, he visto que la mujer que estaba sentada en la mesa de al lado miraba obstinadamente mis pies; he dirigido la vista a ellos y los he visto rodeados de un enjambre de hormigas que se afanaban a mi alrededor. Las veía llegar del alcorque de un árbol situado a poca distancia de mí y cruzarse con otras que hacían el camino opuesto llevando en las pinzas trozos de algo oscuro y un tanto inconcreto. Sin darle más importancia, me disponía a entrar en el local cuando un sexto sentido me ha hecho bajar otra vez los ojos al suelo con la sensación de que algo no iba bien.
Y me he quedado atónito: lo que las hormigas se llevaban como alimento.... ¡era mi sombra!
No podía dar crédito a lo que veía, pero mi sombra aparecía ya salpicada de sol en su interior y los bordes se desdibujaban a ojos vista. Me he quedado paralizado. Contemplaba, perplejo, como  se apresuraban a llevarse los trocitos, formando una larga hilera que desaparecía bajo la tierra del árbol unos metros más allá. Cuando he querido reaccionar, desde mis zapatos hasta la cintura sólo había sol.
He salido huyendo sin comprender, caminando a grandes zancadas en busca de mi coche. La gente se paraba, mirándome con asombro y llamándose la atención entre ellos, lo que, por supuesto, no era de extrañar.
Ya una vez dentro, he intentado calmarme; trataba de comprender si aquello me había ocurrido en realidad, o tan sólo era  una jugada de mi mente, bastante agotada a estas alturas por las largas jornadas de trabajo puesto que me faltan dos semanas para exponer y aún tengo dos cuadros inacabados. He puesto el vehículo en marcha y me he ido a casa.
Desde que he bajado del coche hasta que he entrado en ella, no he querido mirar al suelo, no he querido saber si mi sombra me seguía entera o no.
Me he metido en la ducha y al salir, y aunque aún era un poco pronto, he decidido tomarme un aperitivo sentado en la terraza. Y ahora viene lo peor: al pasar frente al espejo del salón he quedado estupefacto: me reflejaba con la copa en la mano y la toalla rodeando mi cintura, pero.... ¡desde la toalla al suelo no había nada!, ¡nada!: mis piernas no estaban.
En una décima de segundo mis ojos han pasado del espejo a mi cuerpo... y mis piernas seguían allí; los he vuelto al espejo, me he movido frente a él por ver si alguna extraña reflexión impedía que me viera entero, me he ido a una esquina y luego a la otra... todo ha sido inútil, mis piernas no han aparecido.
Inmediatamente he relacionado el suceso de las hormigas con éste y me he quitado la toalla. Efectivamente, poco más abajo de la cintura mi cuerpo se reflejaba deshilachado y desaparecía. Con un susto tremendo, he vuelto a comprobar que yo estaba entero pero el espejo no parecía saberlo.
Me he vestido a trompicones y he salido otra vez a la calle; una idea espeluznante empezaba a tomar cuerpo en mi mente: si el espejo no “me veía”, ¿qué pasaría con las personas? La gente que me miraba asombrada cuando huía hacia mi coche, ¿lo hacían porque habían observado lo de mi sombra incompleta, o porque lo que no veían eran mis piernas?
Caminaba con miedo, sin poder apartar la vista de la mancha oscura que proyectaba mi cuerpo y que nacía varios palmos más allá de mis pies.
Frente a mí he visto a una señora que, unos pasos más allá, iba en la misma dirección que yo cargada con las bolsas de la compra; no he podido dejar de mirar –y envidiar- su sombra completa. Cuando la he alcanzado, le he pedido disculpas y le he preguntado que si me veía bien; la mujer me ha mirado extrañada y con bastante desconfianza y yo le he sonreído para tranquilizarla; le he repetido la pregunta y he añadido: “mis piernas... ¿las ve Ud.?”. Me ha echado una rápida ojeada al tiempo que daba un instintivo paso atrás y, descompuesta, se ha puesto a gritarme que quién era yo y que me marchara inmediatamente.
Me he apartado rápidamente de ella y he encaminado mis pasos a un parque cercano donde, sentado en un banco, me he puesto a analizar los hechos: “Quizá la señora te ha tomado por loco, o por exhibicionista” - me decía - “Seguro que me ha visto entero pero se ha asustado ante tan extraño abordaje”. Sabía que era darle vueltas inútiles y que lo que debía hacer sin más tardanza era volver a preguntar; pero retrasaba el momento.
Un hombre ha pasado frente a mí y me ha mirado un segundo sin hacer ningún aspaviento, lo que me ha tranquilizado sobremanera: “Pero a lo mejor iba distraído” – no he podido por menos que decirme -, lo que no ha impedido que dejara perder la oportunidad de preguntarle.
Al cabo, he echado a andar por uno de los vericuetos del parque, decidido a plantarme ante el primero que me encontrara y hacer que me sacara de dudas sin más dilación, cuando un muchachito ha aparecido corriendo por el fondo del camino. Al llegar a mi altura, le he dirigido la mejor de mis sonrisas y le he saludado; el chiquillo se ha detenido frente a mí y me ha mirado sin asombro: “Menos mal” – he pensado – y un suspiro de alivio me ha aflorado a los labios. Luego ha girado la cabeza a un lado y a otro, y de nuevo se ha quedado mirándome, pero he observado que dirigía sus ojos de mi frente hacia arriba: “¿Quién eres?” – dice con cierto asombro y sin apartar la vista -. Cuando iba a decirle que simplemente me apetecía saludarle, la madre, que ya estaba a unos pasos, le pregunta: “¿Con quién hablas, hijo?”. “Con nadie, mamá; mira, pelo que flota” – le contesta - al tiempo que da un salto tratando de cogerme el cabello. “No toques porquerías” – oigo que le dice mientras esquivo la mano del niño -.  Siento un asombro sin límites.
Es entonces cuando miro al suelo y veo una miríada de hormigas que se alejan con trozos de mi sombra en la boca y ya sólo unas cuantas que rodean y desmenuzan la última porción: un poco de mi pelo. “¡No, no, no...!” 
– les grito – mientras las pisoteo como un poseso.
Me he quedado sólo en el caminito del parque, mirando anonadado aquellos cuatro rizos de sombra que se recortaban sobre las losas.
Ya sólo me queda una remota posibilidad: estoy intentando enseñar a mi perro a seguir el rastro de las hormigas para que me lleve hasta sus nidos por si aún puedo recuperarme a mí mismo. El pobre animal me oye, me huele, mira el trozo de pelo y gime desconcertado.   No sé si me haré entender.


A. Banegas




CÓMIC IV



Paralelismo.





La contumacia de quienes se creen por encima del bien y del mal... sin duda porque son ellos quienes deciden qué está bien y qué está mal.





El regreso a aquellos tiempos de la censura en el que la única manera de burlarla consistía en urdir metáforas.





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TRANCO XXII


GALERÍA


Este cuadro lo firmé a las seis de la tarde, a las siete y cuarto se colgaba en la galería y a las nueve se inauguraba la muestra.
En él he querido reflejar la batalla entre el pensamiento romántico -que para mí queda perfectamente simbolizado en una máscara veneciana- y la practicidad tecnológica.


LOS SUEÑOS ROTOS / óleo y acrílico sobre lienzo / 89x116 / 2012 / disponible