ESCRITOS IV
LAS HORMIGAS
Esta
mañana, sobre las diez, estaba tomándome un café con leche en el bar en el que
acostumbro a desayunar. Un sol amable se derramaba sobre la terraza. Cuando me
he levantado para pagar, he visto que la mujer que estaba sentada en la mesa de
al lado miraba obstinadamente mis pies; he dirigido la vista a ellos y los he
visto rodeados de un enjambre de hormigas que se afanaban a mi alrededor. Las
veía llegar del alcorque de un árbol situado a poca distancia de mí y cruzarse
con otras que hacían el camino opuesto llevando en las pinzas trozos de algo
oscuro y un tanto inconcreto. Sin darle más importancia, me disponía a entrar
en el local cuando un sexto sentido me ha hecho bajar otra vez los ojos al
suelo con la sensación de que algo no iba bien.
Y me he
quedado atónito: lo que las hormigas se llevaban como alimento.... ¡era mi
sombra!
No
podía dar crédito a lo que veía, pero mi sombra aparecía ya salpicada de sol en
su interior y los bordes se desdibujaban a ojos vista. Me he quedado
paralizado. Contemplaba, perplejo, como
se apresuraban a llevarse los trocitos, formando una larga hilera que
desaparecía bajo la tierra del árbol unos metros más allá. Cuando he querido
reaccionar, desde mis zapatos hasta la cintura sólo había sol.
He
salido huyendo sin comprender, caminando a grandes zancadas en busca de mi
coche. La gente se paraba, mirándome con asombro y llamándose la atención entre
ellos, lo que, por supuesto, no era de extrañar.
Ya una
vez dentro, he intentado calmarme; trataba de comprender si aquello me había
ocurrido en realidad, o tan sólo era una
jugada de mi mente, bastante agotada a estas alturas por las largas jornadas de
trabajo puesto que me faltan dos semanas para exponer y aún tengo dos cuadros
inacabados. He puesto el vehículo en marcha y me he ido a casa.
Desde
que he bajado del coche hasta que he entrado en ella, no he querido mirar al
suelo, no he querido saber si mi sombra me seguía entera o no.
Me he
metido en la ducha y al salir, y aunque aún era un poco pronto, he decidido
tomarme un aperitivo sentado en la terraza. Y ahora viene lo peor: al pasar
frente al espejo del salón he quedado estupefacto: me reflejaba con la
copa en la mano y la toalla rodeando mi cintura, pero.... ¡desde la
toalla al suelo no había nada!, ¡nada!: mis piernas no estaban.
En una
décima de segundo mis ojos han pasado del espejo a mi cuerpo... y mis piernas
seguían allí; los he vuelto al espejo, me he movido frente a él por ver si
alguna extraña reflexión impedía que me viera entero, me he ido a una esquina y
luego a la otra... todo ha sido inútil, mis piernas no han aparecido.
Inmediatamente
he relacionado el suceso de las hormigas con éste y me he quitado la toalla.
Efectivamente, poco más abajo de la cintura mi cuerpo se reflejaba deshilachado
y desaparecía. Con un susto tremendo, he vuelto a comprobar que yo estaba
entero pero el espejo no parecía saberlo.
Me he
vestido a trompicones y he salido otra vez a la calle; una idea espeluznante empezaba
a tomar cuerpo en mi mente: si el espejo no “me veía”, ¿qué
pasaría con las personas? La gente que me miraba asombrada cuando huía hacia mi
coche, ¿lo hacían porque habían observado lo de mi sombra incompleta, o porque
lo que no veían eran mis piernas?
Caminaba
con miedo, sin poder apartar la vista de la mancha oscura que proyectaba mi
cuerpo y que nacía varios palmos más allá de mis pies.
Frente
a mí he visto a una señora que, unos pasos más allá, iba en la misma dirección
que yo cargada con las bolsas de la compra; no he podido dejar de mirar –y
envidiar- su sombra completa. Cuando la he alcanzado, le he pedido disculpas y
le he preguntado que si me veía bien; la mujer me ha mirado extrañada y con
bastante desconfianza y yo le he sonreído para tranquilizarla; le he repetido
la pregunta y he añadido: “mis piernas... ¿las ve Ud.?”. Me ha echado una
rápida ojeada al tiempo que daba un instintivo paso atrás y, descompuesta, se
ha puesto a gritarme que quién era yo y que me marchara inmediatamente.
Me he
apartado rápidamente de ella y he encaminado mis pasos a un parque cercano
donde, sentado en un banco, me he puesto a analizar los hechos: “Quizá
la señora te ha tomado por loco, o por exhibicionista” - me decía - “Seguro que
me ha visto entero pero se ha asustado ante tan extraño abordaje”. Sabía que
era darle vueltas inútiles y que lo que debía hacer sin más tardanza era volver
a preguntar; pero retrasaba el momento.
Un
hombre ha pasado frente a mí y me ha mirado un segundo sin hacer ningún aspaviento,
lo que me ha tranquilizado sobremanera: “Pero a lo mejor iba distraído” – no he
podido por menos que decirme -, lo que no ha impedido que dejara
perder la oportunidad de preguntarle.
Al
cabo, he echado a andar por uno de los vericuetos del parque, decidido a
plantarme ante el primero que me encontrara y hacer que me sacara de dudas sin
más dilación, cuando un muchachito ha aparecido corriendo por el
fondo del camino. Al llegar a mi altura, le he dirigido la mejor de mis
sonrisas y le he saludado; el chiquillo se ha detenido frente a mí y me ha
mirado sin asombro: “Menos mal” – he pensado – y un suspiro de alivio me ha
aflorado a los
labios. Luego ha girado la cabeza a un lado y a otro, y de nuevo se ha quedado
mirándome, pero he observado que dirigía sus ojos de mi frente hacia arriba:
“¿Quién eres?” – dice con cierto asombro y sin apartar la vista -. Cuando
iba a decirle que simplemente me apetecía saludarle, la madre, que ya
estaba a unos pasos, le pregunta: “¿Con quién hablas, hijo?”. “Con
nadie, mamá; mira, pelo que flota” – le contesta - al tiempo que da un
salto tratando de cogerme el cabello. “No toques porquerías” – oigo que le dice
mientras esquivo la mano del niño -.
Siento un asombro sin límites.
Es
entonces cuando miro al suelo y veo una miríada de hormigas que se alejan con
trozos de mi sombra en la boca y ya sólo unas cuantas que rodean y desmenuzan
la última porción: un poco de mi pelo. “¡No, no, no...!”
– les grito – mientras
las pisoteo como un poseso.
Me he
quedado sólo en el caminito del parque, mirando anonadado aquellos cuatro rizos
de sombra que se recortaban sobre las losas.
Ya sólo
me queda una remota posibilidad: estoy intentando enseñar a mi perro a seguir
el rastro de las hormigas para que me lleve hasta sus nidos por si aún puedo
recuperarme a mí mismo. El pobre animal me oye, me huele, mira el trozo de pelo
y gime desconcertado. No sé si me haré entender.
A. Banegas